domingo, 7 de marzo de 2010

Por más que llueva y valga la redundancia...

Como si en un segundo toda porción de mundo quedase sumida en la más abrupta inundación, como si una lágrima pudiese llegar hasta el ser más diminuto y estallarlo, transformarle las patitas ínfimas en extrañas aletas al ras del suelo, existencia empapada y llena de colores aguados.
El cielo llora, hoy. Le duele tu andar distraído y sin sentido. El cielo es un poco como yo, y quiere llegar a tocarte. Para eso se licúa el alma celeste y hunde sus ganas en tu oscura resistencia. Tu muralla palpable, de pequeñas escamas negras, se estremece al sentir los dedos de cielo que la penetran.
Sí, más bien. Vas a morirte, inocente. El amor del cielo es demasiado grande para tu reducida huella en una tierra tan inmensa, llena de hojas y de migas, de granos y piedritas. Con vos (en vos) se queda ese último pedacito de verde, bolita de cristal en donde la fotosíntesis estira sus brazos y se da a la vida. Pero allá va ahora rodando con la corriente, y vos también en ella. Adiós antenas de nada, ya no tendrán que buscar nunca más un refugio, mucho menos comida; sólo les queda un ir y venir del fondo a la superficie, constantemente, hasta que se hundan definitivamente en un cielo rabioso, sin estrellas.

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